domingo, 15 de febrero de 2015

A enredar los cuentos

-Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.
-¡No, Roja!
-¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha,
Caperucita Verde...”.
-¡Que no, Roja!
-¡Ah!, sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de
patata”.
-No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.
-Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.
-¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.
-Y el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”.
-¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”.
-Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió...
-¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!
-Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.
-¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no
recuerdo el camino”.
-Exacto. Y el caballo dijo...
-¿Qué caballo? Era un lobo.
-Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en
la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una
moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un
chicle”.
-Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos.
Pero no importa, ¿me compras un chicle?
-Bueno, toma la moneda.
Y el abuelo siguió leyendo el periódico.
 Gianni RODARI

sábado, 14 de febrero de 2015

AÑOS

De lo que era yo entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Silvia me dijo esa noche que tenía que irme, o irse ella -ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que dejara que probáramos de nuevo; estaba tumbado a su lado y la abrazaba.
Ella me dijo:
-¿Con qué finalidad? -Hablábamos en voz baja, a oscuras.
Luego Silvia se durmió, y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que afuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmigo entre la niebla fresca.
Era mejor que me vistiera y me marchase sin despertarla. Pero ahora tenía en la cabeza una cosa que preguntarle. Esperé, intentando adormilarme.
Cuando estuvo despierta, Silvia me sonrió. Seguimos hablando. Ella dijo:
-Es bonito ser sinceros, como nosotros.
-¡Oh, Silvia! -susurré-, ¿qué haré al salir de aquí? ¿Adónde iré?
Era eso lo que tenía que preguntarle. Sin apartar la nuca del almohadón, ella sonrió de nuevo, beatífica.
-Bobo -dijo-, irás a donde quieras. ¿No es hermoso ser libre? Conocerás a muchas chicas, harás todas las cosas que quieras. Te envidio, palabra.
Ahora la mañana llenaba el cuarto y sólo había un poco de calor en la cama. Silvia esperaba paciente.
-Tú eres como una prostituta -le dije- y siempre lo has sido.
Silvia no abrió los ojos.
-¿Estás mejor ahora que lo has dicho? -me dijo.
Entonces me quedé como si ella no estuviera, y miraba al techo y lloraba sin ruido. Las lágrimas me llenaban los ojos y corrían por la almohada. No valía la pena que se diera cuenta.
Mucho tiempo ha pasado, y ahora sé que aquellas lágrimas mudas fueron la única cosa de hombre que hice con Silvia; sé que lloraba no por ella sino porque había entrevisto mi destino. De lo que era yo entonces no queda nada. Queda sólo que había comprendido quién sería en el futuro.
Luego Silvia me dijo:
-Ya basta. Tengo que levantarme.
Nos levantamos juntos, los dos. No la vi vestirse. Estuve pronto en pie, a la ventana; y miraba vislumbrarse las plantas. Detrás de la niebla estaba el sol, el sol que tantas veces había entibiado el cuarto. También Silvia se vistió pronto, y me preguntó si no me llevaba mis cosas. Le dije que primero quería calentar el café, y encendí el hornillo.
Silvia, sentada al borde de la cama, se puso a arreglarse las uñas. En el pasado se las había arreglado siempre en la mesa. Parecía abstraída y el pelo le caía continuamente sobre los ojos. Entonces daba sacudidas con la cabeza y se liberaba. Yo deambulé por el cuarto y recogí mis cosas. Hice un montón sobre una silla y de repente Silvia saltó en pie y corrió a apagar el café que se derramaba.
Luego saqué la maleta y metí las cosas. Mientras tanto, por dentro me esforzaba en recoger todos los recuerdos desagradables que tenía de Silvia: sus futilidades, sus malos humores, sus frases irritantes, sus arrugas. Eso me llevaba de su cuarto. Lo que dejaba era una niebla.
Cuando hube acabado, el café estaba listo. Lo tomamos de pie, junto al hornillo. Silvia dijo algo, que ese día iría a ver a un tipo, a hablar de un asunto. Poco después dejé la taza y me marché con la maleta. Afuera la niebla y el sol cegaban.

Cesare Pavese  (trad. Esther Benítez)

jueves, 12 de febrero de 2015

Ese animal

En Palacio, el Presidente firmaba el despacho asistido por el viejecito que entró al salir el doctor Barreño y oír que llamaban a ese animal.

Ese animal era un hombre pobremente vestido, con la piel rosada como ratón tierno, el cabello de oro de mala calidad, y los ojos azules y turbios perdidos en anteojos color de yema de huevo.

El Presidente puso la última firma y el viejecito, por secar de prisa, derramó el tintero sobre el pliego firmado.

—¡ANIMAL!

—¡Se...ñor!

—¡ANIMAL!

Un timbrazo..., otro..., otro... Pasos y un ayudante en la puerta.

—¡General, que le den doscientos palos a éste, ya ya! —rugió el Presidente; y pasó en seguida a la Casa Presidencial. La comida estaba puesta.

A ese animal se le llenaron los ojos de lágrimas. No habló porque no pudo y porque sabía que era inútil implorar perdón: el Señor Presidente estaba como endemoniado con el asesinato de Parrales Sonriente. A sus ojos nublados asomaron a implorar por él su mujer sus hijos: una vieja trabajada y una media docena de chicuelos flacos. Con la mano hecha un garabato se buscaba la bolsa de la chaqueta para sacar el pañuelo y llorar amargamente 
—¡y no poder gritar para aliviarse!—, pensando, no como el resto de los mortales, que aquel castigo era inicuo; por el contrario, que bueno estaba que le pegaran para enseñarle a no ser torpe —¡y no poder gritar para aliviarse!—, para enseñarle a hacer bien las cosas, y no derramar la tinta sobre las notas —¡y no poder gritar para aliviarse!...

Entre los labios cerrados le salían los dientes en forma de peineta, contribuyendo con sus carrillos fláccidos y su angustia a darle aspecto de condenado a muerte. El sudor de la espalda le pegaba la camisa, acongojándole de un modo extraño.

¡Nunca había sudado tanto!... ¡Y no poder gritar para aliviarse! Y la basca del miedo le,le, le hacía tiritar...

El ayudante le sacó del brazo como dundo, embutido en una torpeza macabra: los ojos fijos, los oídos con una terrible sensación de vacío, la piel pesada, pesadísima, doblándose por los riñones, flojo, cada vez más flojo...

Minutos después, en el comedor:

—¿Da su permiso, señor Presidente?

—Pase, general.

—Señor, vengo a darle parte de ese animal que no aguantó los doscientos palos.

La sirvienta que sostenía el plato del que tomaba el Presidente, en ese momento, una papa frita, se puso a temblar...

—Y usted, ¿por qué tiembla? —le increpó el amo. Y volviéndose al general que,

cuadrado, con el quepis en la mano, esperaba sin pestañear—: ¡Está bien, retírese!

Sin dejar el plato, la sirvienta corrió a alcanzar al ayudante y le preguntó por qué no había aguantado los doscientos palos.

—¿Cómo por qué? ¡Porque se murió!

Y siempre con el plato, volvió al comedor.

—¡Señor —dijo casi llorando al Presidente, que comía tranquilo—, dice que no

aguantó porque se murió!

—¿Y qué? ¡Traiga lo que sigue!


Miguel Angel Asturias: El Señor Presidente

jueves, 5 de febrero de 2015

Miguel de Cervantes

Como decía el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: 

"Dad crédito a las obras y no a las palabras."