martes, 5 de agosto de 2014

En el piso de abajo (fragmento)

La casa de esta señora estaba llena de antigüedades, acaparadoras de polvo donde las haya, en especial unos espejos redondos con enrevesados marcos dorados, y que yo me golpeara con alguna de las protuberancias de los marcos no le hacía ni pizca de gracia. «Tienes que tratar mejor las cosas, Margaret –me decía–. ¿No te gustan los objetos de valor?» Una vez, le contesté: «No, señora Schwab, no me gustan. Para mí no son más que cosas materiales. Coincido con lo que decía Chesterton acerca de la malignidad de los objetos inanimados, y creo que son malignos porque me roban mucho tiempo para quitarles el polvo, abrillantarlos y limpiarlos. Fíjese en aquel jarrón, ése que usted dice que vale cien libras. Si se cayera al suelo y se rompiera no sería más que tres o cuatro trocitos de porcelana sin ningún valor». Esto la dejó desconcertada unos segundos. «No sabía que leyeras, Margaret. Yo, desde luego, leo mucho.» Esta señora era de las que, hicieras lo que hicieras, ella lo hacía diez veces más. Por ejemplo, una vez yo hablaba de películas, y ella dijo: «Sí, yo podía haber sido estrella de cine. Quería serlo, pero por aquel entonces salía con el hombre que ahora es mi marido, y no me dejó. Todo el mundo lo lamentó muchísimo». Les sorprendería la cantidad de tonterías que tuve que escuchar. Te las soltaban y se quedaban tan campantes, y tú tenías que fingir que estabas convenientemente impresionada. Trabajas para ellos y quieres que te paguen, y si no fueran ellos, serían otros. Te dan trabajo para que seas un público entregado. Lo que pasa es que, si te dedicas a escucharles, no trabajas.

Margaret Powell, En el piso de abajo

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