martes, 23 de diciembre de 2014

Carta de Julio Cortázar a Roberto Fernándes Retamar sobre la muerte del Che Guevara

París, 29 de octubre de 1967


Roberto, Adelaida, mis muy queridos: Anoche volví a París desde Argel. Solo ahora, en mi casa, soy capaz de escribirles coherentemente; allá, metido en un mundo donde sólo contaba el trabajo, dejé irse los días como en una pesadilla, comprando periódico tras periódico, sin querer convencerme, mirando esas fotos que todos hemos mirado, leyendo los mismos cables y entrando hora a hora en la más dura de las aceptaciones.

Entonces me llegó telefónicamente tu mensaje, Roberto, y entregué ese texto que debiste recibir y que vuelvo a enviarte aquí por si hay tiempo de que lo veas otra vez antes de que se imprima, pues sé lo que son los mecanismos del télex y lo que pasa con las palabras y las frases.

Quiero decirte esto: no sé escribir cuando algo me duele tanto, no soy, no seré nunca el escritor profesional listo a producir lo que se espera de él, lo que le piden o lo que él mismo se pide desesperadamente. La verdad es que la escritura, hoy y frente a esto, me parece la más banal de las artes, una especie de refugio, de disimulo casi, la sustitución de lo insustituible. El Che ha muerto y a mí no me queda más que silencio, hasta quién sabe cuándo; si te envié este texto fue porque eras tú quien me lo pedía, y porque sé cuánto querías al Che y lo que él significaba para ti.

Aquí en París encontré un cable de Lisandro Otero pidiéndome ciento cincuenta palabras para Cuba. Así, ciento cincuenta palabras, como sin uno pudiera sacarse las palabras del bolsillo como monedas. No creo que pueda escribirlas, estoy vacío y seco, y caería en la retórica. Y eso no, sobre todo eso no. Lisandro me perdonará mi silencio, o lo entenderá mal, no me importa; en todo caso tu sabrás lo que siento. Mira, allá en Argel, rodeado de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez en el baño para llorar; había que estar en un baño, comprendes, para estar solo, para poder desahogarse sin violar las sacrosantas reglas del buen vivir en una organización internacional. Y todo esto que te cuento también me averguenza porque hablo de mí, la eterna primera persona del singular, y en cambio me siento incapaz de decir nada de él. Me callo entonces.

Recibiste, espero, el cable que te envié antes de tu mensaje. Era mi única manera de abrazarte, a ti y a Adelaida, a todos los amigos de la Casa. Y para ti también es esto, lo único que fui capaz de hacer en esas primeras horas, esto que nació como un poema y que quiero que tengas y que guardes para que estemos más juntos.

Che
Yo tuve un hermano.

No nos vimos nunca
pero no importaba.

Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.
Lo quise a mi modo,
le tomé su voz
libre como el agua,
caminé de a ratos
cerca de su sombra.

No nos vimos nunca
pero no importaba,
mi hermano despierto
mientras yo dormía,
mi hermano mostrándome
detrás de la noche
su estrella elegida.

Ya nos escribiremos. Abraza mucho a Adelaida.
Hasta siempre,
Julio


lunes, 3 de noviembre de 2014

Cuántas veces, amor, te amé

Cuántas veces, amor, te amé sin verte y tal vez sin recuerdo,
sin reconocer tu mirada, sin mirarte, centaura,
en regiones contrarias, en un mediodía quemante:
eras sólo el aroma de los cereales que amo.

Tal vez te vi, te supuse al pasar levantando una copa
en Angola, a la luz de la luna de Junio,
o eras tú la cintura de aquella guitarra
que toqué en las tinieblas y sonó como el mar desmedido.

Te amé sin que yo lo supiera, y busqué tu memoria.
En las casas vacías entré con linterna a robar tu retrato.
Pero yo ya sabía cómo era. De pronto

mientras ibas conmigo te toqué y se detuvo mi vida:
frente a mis ojos estabas, reinándome, y reinas.
Como hoguera en los bosques el fuego es tu reino.


Pablo Neruda

viernes, 31 de octubre de 2014

EL crimen perfecto

En Londres, es así: los radiadores devuelven calor a cambio de las monedas que reciben. Y en pleno invierno estaban unos exiliados latinoamericanos tiritando de frío, sin una sola moneda para poner a funcionar la calefacción de su apartamento.

 Tenían los ojos clavados en el radiador, sin parpadear. Parecían devotos ante el tótem, en actitud de adoración; pero eran unos pobres náufragos meditando la manera de acabar con el Imperio Británico. Si ponían monedas de lata o cartón, el radiador funcionaría, pero el recaudador encontraría, luego, las pruebas de la infamia.

 ¿Qué hacer?, se preguntaban los exiliados. El frío los hacía temblar como malaria. Y en eso, uno de ellos lanzó un grito salvaje, que sacudió los cimientos de la civilización occidental. Y así nació la moneda de hielo, inventada por un pobre hombre helado.

 De inmediato, pusieron manos a la obra. Hicieron moldes de cera, que reproducían las monedas británicas a la perfección; después llenaron de agua los moldes y los metieron en el congelador.

 Las monedas de hielo no dejaban huellas, porque las evaporaba el calor.

 Y así, aquel apartamento de Londres se convirtió en una playa del mar Caribe.

Eduardo Galeano - El libro de los abrazos.

lunes, 20 de octubre de 2014

Último escrito

Somos cinco mil aquí. En esta pequeña parte de la ciudad. Somos cinco mil. ¿Cuántos somos en total en las ciudades y en todo el país? Somos aquí diez mil manos que siembran y hacen andar las fábricas. ¡Cuánta humanidad con hambre, frío, pánico, dolor, presión moral, terror y locura! Seis de los nuestros se perdieron en el espacio de las estrellas. Un muerto, un golpeado como jamás creí se podría golpear a un ser humano. Los otros cuatro quisieron quitarse todos los temores, uno saltando al vacío, otro golpeándose la cabeza contra el muro, pero todos con la mirada fija de la muerte. ¡Qué espanto causa el rostro del fascismo! Llevan a cabo sus planes con precisión artera sin importarles nada. La sangre para ellos son medallas. La matanza es acto de heroísmo. ¿Es éste el mundo que creaste, Dios mío? ¿Para esto tus siete días de asombro y trabajo? En estas cuatro murallas sólo existe un número que no progresa. Que lentamente querrá la muerte. Pero de pronto me golpea la consciencia y veo esta marea sin latido y veo el pulso de las máquinas y los militares mostrando su rostro de matrona lleno de dulzura. ¿Y Méjico, Cuba, y el mundo? ¡Qué griten esta ignominia! Somos diez mil manos que no producen. ¿Cuántos somos en toda la patria? La sangre del Compañero Presidente golpea más fuerte que bombas y metrallas. Así golpeará nuestro puño nuevamente. Canto, que mal me sales cuando tengo que cantar espanto. Espanto como el que vivo, como el que muero, espanto. De verme entre tantos y tantos momentos del infinito en que el silencio y el grito son las metas de este canto. Lo que nunca vi, lo que he sentido y lo que siento hará brotar el momento... Víctor Jara (28/09/1932 - 15-16/09/1973)

 *carta escrita en el "Estadio Chile" entre el 12 y el 15 de septiembre (ahora llamado Víctor Jara), donde fue llevado Jara junto con miles de chilenos declarados enemigos de la patria por la junta militar y la oligarquía después del golpe de Estado perpretado el 11 de Septiembre de ese mismo año por el general Augusto Pinochet(donde murió Salvador Allende). Finalmente Victor Jara es reconocido por los militares y tras haber sido brutalmente torturado, es asesinado entre la noche del 15 y la madrugada del 16 de septiembre del 73.

viernes, 17 de octubre de 2014

Beatriz (Las estaciones)

Las estaciones son por lo menos invierno, primavera y verano. El invierno es famoso por las bufandas y la nieve. Cuando los viejecitos y las viejecitas tiemblan en invierno se dice que tiritan. Yo no tirito porque soy niña y no viejecita y además porque me siento cerca de la estufa. En el invierno de los libros y las películas hay trineos, pero aquí no. Aquí tampoco hay nieve. Qué aburrido es el invierno aquí. Sin embargo, hay un viento grandioso que se siente sobre todo en las orejas. Mi abuelo Rafael dice a veces que se va a retirar a sus cuarteles de invierno. Yo no sé por qué no se retira a cuarteles de verano. Tengo la impresión de que en los otros va a tiritar porque es bastante anciano. Jamás hay que decir viejo sino anciano. Un niño de mi clase dice que su abuela es una vieja de mierda. Yo le enseñé que en todo caso debe decir anciana de mierda.

 Otra estación importante es la primavera. A mi mamá no le gusta la primavera porque fue en esa estación que aprehendieron a mi papá. Aprendieron sin hache es como ir a la escuela. Pero con hache es como ir a la policía. A mi papá lo aprehendieron con hache y como era primavera estaba con un pulover verde. En la primavera también pasan cosas lindas como cuando mi amigo Arnoldo me presta el monopatín. El también me lo prestaría en invierno pero Graciela no me deja porque dice que soy propensa y me voy a resfriar. En mi clase no hay ningún otro propenso. Graciela es mi mami. Otra cosa buenísima que tiene la primavera son las flores.

 El verano es la campeona de las estaciones porque hay sol y sin embargo no hay clases. En el verano las únicas que tiritan son las estrellas. En el verano todos los seres humanos sudan. El sudor es una cosa más bien húmeda. Cuando una suda en invierno es que tiene por ejemplo bronquitis. En el verano a mí me suda la frente. En el verano los prófugos van a la playa porque en traje de baño nadie los reconoce. En la playa yo no tengo miedo de los prófugos pero sí de los perros y de las olas. Mi amiga Teresita no tenía miedo de las olas, era muy valiente y una vez casi se ahogó. Un señor no tuvo más remedio que salvarla y ahora ella también tiene miedo de las olas pero todavía no tiene miedo de los perros.


 Graciela, es decir mi mami, porfía y porfía que hay una cuarta estación llamada elotoño. Yo le digo que puede ser pero nunca la he visto. Graciela dice que en elotoño hay gran abundancia de hojas secas. Siempre es bueno que haya gran abundancia de algo aunque sea en elotoño. El elotoño es la más misteriosa de las estaciones porque no hace ni frío ni calor y entonces uno no sabe qué ropa ponerse. Debe ser por eso que yo nunca sé cuándo estoy en elotoño. Si no hace frío pienso que es verano y si no hace calor pienso que es invierno. Y resulta que era elotoño. Yo tengo ropa para invierno, verano y primavera, pero me parece que no me va a servir para elotoño. Donde está mi papá llegó justo ahora elotoño y él me escribió que está muy contento porque las hojas secas pasan entre los barrotes y él se imagina que son cartitas mías.

Mario Benedetti 

miércoles, 15 de octubre de 2014

El niño cinco mil millones

En un día del año 1987 nació el niño Cinco Mil Millones. Vino sin etiqueta, así que podía ser negro, blanco, amarillo, etc. Muchos países, en ese día eligieron al azar un niño Cinco Mil Millones para homenajearlo y hasta para filmarlo y grabar su primer llanto.

Sin embargo, el verdadero niño Cinco Mil Millones no fue homenajeado ni filmado ni acaso tuvo energías para su primer llanto. Mucho antes de nacer ya tenía hambre. Un hambre atroz. Un hambre vieja. Cuando por fin movió sus dedos, éstos tocaron tierra seca. Cuarteada y seca. Tierra con grietas y esqueletos de perros o de camellos o de vacas. También con el esqueleto del niño 4,999,999,999.

El verdadero niño Cinco Mil Millones tenía hambre y sed, pero su madre tenía más hambre y más sed y sus pechos oscuros eran como tierra exahusta. Junto a ella, el abuelo del niño tenía hambre y sed más antiguas aún y ya no encontraba en sí mismo ganas de pensar o creer.

Una semana después el niño Cinco Mil Millones era un minúsculo esqueleto y en consecuencia disminuyó en algo el horrible riesgo de que el planeta llegara a estar superpoblado.

Mario Benedetti - Despistes y franquezas.

lunes, 13 de octubre de 2014

Historia verídica

A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caros, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.

Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.
Julio Cortázar

lunes, 8 de septiembre de 2014

Un mal día


Olvido cruzó las manos sobre la mesa. El café cortado que había pedido se estaba enfriando sin tocarlo. “El jodido chino no purga la máquina”, había pensado al dar el primer y único sorbo. Un café asqueroso. Quizá era el calor insufrible lo que la ponía de mal humor: notaba la goma de las bragas clavándose en las ingles y el cierre del sujetador arañando entre los omoplatos.
Pero lo que más la ofendía era saber que para Miguel, ella solo era una puerta de entrada y salida. Llevaban así más de tres años, y hasta ahora no le había importado. Nada de preguntas, nada de promesas. Era lo acordado, pero aquella mañana, por alguna razón, sí le importaba. Era injusta con él, lo sabía. No tenía derecho a pedirle lo que ella no estaba dispuesta a dar. Ya no eran aquellos críos que se bañaban desnudos en el meandro del río o que se besaban debajo del puente. Habían pasado muchos años desde que se separaron para volverse a encontrar en calles desconocidas convertidos en personas distintas. Eran incapaces de no exigirse, de aceptar solo aquello que el otro quisiera regalar. Se habían vuelto egoístas y predadores. Al hacerse amantes, habían echado a perder sus recuerdos de infancia.
–Estás follando con otra.
Miguel irguió la espalda contra el respaldo. Alzó el brazo y pidió la cuenta con un gesto imperativo.
–No digas tonterías, Olvido –Sacó un billete de diez euros de la cartera y lo dejó entre los restos del bocadillo que no había probado –.Tengo que irme a trabajar.
En el umbral de la puerta se volvió hacia ella, como si quisiera decirle algo. Pero la mirada fría de Olvido le hizo desistir.
Media hora después, ella continuaba sentada en la misma mesa, con el mismo café asqueroso. Había encendido el tercer cigarrillo consecutivo, sin apartar la mirada de las naves de enfrente. De vez en cuando parpadeaba y eso era lo único que impedía confundirla con una estatua. Se estaba derrumbando, eso era lo que le pasaba, y Miguel no tenía ninguna culpa de que su vida fuese muy distinta a como la había imaginado unos años atrás, cuando decidió abandonar su destino en la Coruña para venirse a Barcelona. Pensó que a partir de entonces su carrera vendría rodada, que su matrimonio mejoraría con la llegada de Anabel. Pero nada había salido como pensaba. Y lo peor era que lejos de mejorar, su vida empeoraba por momentos. No quería perder también a Miguel. Inventaría algo para poder escaparse un par de días a un parador, a lo mejor a Cardona, o incluso podrían liarse la cabeza a la manta y viajar hasta el de Mérida. Eso estaría bien, se dijo: apartarse de todo un tiempo y meterse los dos en una burbuja reparadora.
–Perdone, señorita, no puede fumar aquí.
Se volvió hacia el chino que la recriminaba. Era un tipo bajito, de sonrisa amarillenta y cabeza redonda, con un delantal sucio en el que no paraba de refregarse las manos mojadas.
–Vete a la mierda, y a ver si aprendes a limpiar la puta cafetera.
El chino se irguió como si estuviera en una parada militar. Su fingida amabilidad se esfumó transformándose en una catarata de palabras en su idioma que por el tono debían ser insultos y amenazas que cesó en cuanto Olvido se puso en pie y vio la pistola en la cintura.
–Voy a mandar a alguien a inspeccionar esta pocilga. A ver si te la cierran.
Salió a la calle y aspiró el aire recalentado del asfalto. Antes, toda aquella zona cerraba en agosto. Las calles del polígono se convertían en un cementerio de persianas cerradas ocupado por críos que jugaban al balón, gente que hacía footing y perros que se cagaban en los vados. Ahora la gente también trabajaba bajo aquella canícula, y no debían quejarse. Tal y como estaban las cosas, tenían suerte. Olvido vio a su padre treinta años atrás en una nave parecida, encabezando un piquete informativo enfrentándose a los antidisturbios. A veces, Olvido pensaba que el infarto que lo fulminó lo provocó ella cuando le dijo que había decidido ingresar en la Policía.
Apartó aquel pensamiento sombrío. Iría a ver a Miguel a la oficina, le bajaría la bragueta detrás del escritorio y echarían uno de aquellos polvos clandestinos que tanto les hacían reír al principio.

Aquella noche, Olvido abrió la puerta de su casa en la Ronda San Pedro. Y al cerrarla tras de sí, la realidad cobró una dimensión más doméstica y reconocible donde todo estaba al alcance de la mano. Los sillones de color beige, la misma mesa de comedor ovalada con las sillas de patas curvas, los estantes color crema, la pecera de ochenta litros donde engordaba un pez dorado de ojos saltones que casi nunca se dejaba ver. Una cocina estrecha con electrodomésticos de acero inoxidable pagados a plazos, un baño con plato de ducha y sin bidé y un pequeño balcón con vistas al Mc Donald y que la mayor parte del tiempo permanecía con el doble cristal cerrado para evitar el ruidoso tráfico. No era el sueño que Olvido había ideado. Y aun así, era su hogar.
–¿Hay alguien en el castillo? –preguntó, alzando levemente la voz por encima de la música que venía del despacho. Born to Run de Bruce Springsten. Caminarás conmigo sobre la cuerda floja (…) Cariño, esta ciudad te arranca los huesos de cuajo…
“Qué oportuno” pensó Olvido, lanzando una mirada de reproche al ficus que colgaba en un borde de la mesa junto a un montón de correspondencia del banco y propaganda. Al parecer, los ancianos de la Iglesia de Jehová habían vuelto a pasar por allí dejando su revistilla Despierta: ¿Estás preparado para la salvación? Olvido cogió el ficus que tenía las hojas casi muertas y lo metió bajo el chorro del agua en el fregadero, que no tardó en mancharse de salpicaduras de tierra oscura, lo que echó un poco más de gasolina a su malhumor. Al cabo de un instante, asomó la camiseta roja de Gabriel con una esfinge en negro del subcomandante Marcos bajo el lema No Pasarán.
Gabriel la ciñó por la cintura e intentó besarla en el cuello pero Olvido se apartó de malas maneras.
–Joder, Gabriel, lo único que te pido es que riegues el ficus y ¿ni eso puedes hacer?
Gabriel arqueó las cejas disgustado, desvió la mirada hacia el ficus y luego se movió por la cocina como si buscase algo útil en lo que ocuparse.
Así eran las cosas desde que él había perdido el trabajo, la empresa y las ganas de volver a levantarse y pelear. Discusiones por nimiedades, enfados sin sentido que se esfumaban con la misma facilidad que volvían a brotar. Pero no era solo culpa de su esposo, Olvido sabía que ella era en buena parte la responsable de aquella tensión. En ocho años juntos solo había visto llorar a Gabriel una vez: fue en el 2012, cuando los inspectores de Hacienda vinieron a embargarle lo poco que le quedaba de su sueño de montar una empresa de programadores informáticos. Su socio se había largado dejándole un embrollo legal del que todavía no habían logrado salir completamente y Gabriel lo perdió absolutamente todo. Sus esperanzas, su fe, su salud. Había envejecido veinte años en los dos últimos. Quizá eran esas lágrimas las que impedían decirle que lo suyo se había terminado.
Se miraron en silencio, con la música del Boss al fondo dándole zarpazos a la guitarra. “Animaos, chicos, la cosa no es tan grave” parecía decirles.
–Lo siento –se disculpó ella –. He tenido un mal día en el trabajo.
–¿Muchos malos que atrapar?
–Algo así…Necesito darme una ducha.
Gabriel se acercó a ella y la estrechó entre los brazos.
–Podemos ducharnos juntos.
Querían fingir que las cosas eran como antes, y a condición de no ser muy exigentes con las grietas del otro lo lograban, al menos durante un rato. Pasar de la piel de Miguel a la de su esposo se había convertido en un ejercicio sencillo para Olvido. Ya no sentía remordimientos ni la mortificaba su cinismo. En algún momento, cuando Gabriel le pedía algo fuera de lo acostumbrado o se lo hacía a ella, se preguntaba si él también tendría a alguien. Lo triste no era pensar que sí, si no darse cuenta de que eso no le molestaría, a condición de no tener que enfrentarse a la evidencia. Cuando Gabriel la hizo ponerse de nalgas para penetrarla por detrás, Olvido hundió la cara en la almohada y tuvo que concentrarse en la imagen de Miguel para correrse.
 No fue algo memorable, ya nunca lo era, pero los dos se acariciaron un rato en la cama con las piernas entrelazadas, dejando que el esperma y los flujos se solidificaran en sus pieles, manteniendo aún aquel pacto. Luego, Olvido fue a ducharse.
El nudillo se le estaba inflamando. Gabriel ni siquiera se había dado cuenta.
Cuando volvió al dormitorio vio la puerta del despacho abierta. Gabriel estaba sentado con las piernas cruzadas frente al ordenador portátil. Las pelotas le colgaban como el pene flácido. Era desagradable.
–¿Algo nuevo? –dijo asomando la cabeza, con el pelo goteante sobre la cara.
Él señaló la página abierta.
–Han encontrado dos cuerpos en una empresa, EG&G, en el Polígono Norte. Un hombre y una mujer desnudos. A él le han pegado un tiro en el pecho y a ella le han machacado la cabeza con algo.
Una figura del Quijote, pensó Olvido. La que estaba en el estante derecho del escritorio de Miguel. Donde se estaba follando a esa puta.
–¿Esa no es tu zona?
Olvido asintió.
Otra vez aquella derrota, aquel abatimiento que se cernía sobre ellos como un cepo del que Olvido necesitaba escapar como fuera.
 Se vistió con ropa sport, un chándal holgado y una camiseta que disimulaba su pecho. Muchas jovencitas tenían complejos por tener el pecho pequeño y a edades precoces se implantaban mamas que las hacían parecer actrices del porno. Ella les regalaría gustosa la mitad de sus tetas y así evitaría ponerse aquellos sujetadores reductores y de paso aliviaría el dolor crónico de espalda.
Fue al dormitorio y se sentó un momento en la cama, contemplando el cuadro de Hopper, Early Sunday Morning, que Gabriel insistió en traerse como recuerdo del viaje de bodas por el medio Oeste americano. Seguía pareciéndole un cuadro frío y triste.
La H&K estaba al fondo del cajón metálico junto a las pocas joyas que tenía, unos billetes de 500 euros para contingencias, los pasaportes y su credencial de Policía. Tiró hacia atrás de la corredera bien engrasada y por mera rutina comprobó que no había una bala en la recámara. Todavía olía a pólvora. Los de balística no tardarían en extraer la bala del pecho de Miguel. Su padre detestaba las armas de fuego. Con una ingenuidad obvia decía que servían para matar a la gente. Para Olvido solo era una herramienta de trabajo, no sentía especial aprensión ni entusiasmo al empuñarla, solo una fría familiaridad. Era buena tiradora, pero no extraordinaria.
Gabriel se había puesto los calzoncillos y eso le daba una apariencia más digna. Sentado con las manos encogidas entre las piernas, miraba aquella burbuja hipnóticamente. Olvido tuvo un mal presentimiento. Gabriel necesitaba encontrar trabajo cuanto antes, de lo que fuese.
–He dejado la cena preparada.
Él se volvió despacio, como si se hubiese quedado pegado a la pantalla y su rostro se estirase como una goma deforme. Tardó unos segundos en reaccionar. Y lo hizo para fijarse en el vendaje de la mano.
–Ha llamado tu jefe. Dice que viene para acá. Quieren hablar contigo – El tono era demasiado evidente. –¿Tu amigo de la infancia, ese tal Miguel, no trabaja en esa empresa?
Olvido abrió y cerró lentamente el puño vendado. Le dio un beso fugaz en los labios que Gabriel no tuvo tiempo de atrapar y se dirigió al aparcamiento del edificio.

Víctor del Árbol

lunes, 1 de septiembre de 2014

Almendras garrapiñadas

–Hombre, el gordo. ¿A ti también te ha convocado el inspector?

–Vete a la mierda, Aguirre.
–Uy, hoy venimos de malas. ¿Qué llevas en el cucurucho? ¿Cacahuetes?
¿De qué se ríe este imbécil? ¿De qué se ríen los otros dos? ¿Dónde está la gracia del comentario? Hala, sentaos juntitos como los nenes en el colegio. Ahora entra la nueva. Echa un vistazo a los graciosillos y finge que no se da cuenta de lo que sucede. Quiere ser solidaria, por eso se sienta cerca de mí, aunque no a mi lado, ya que deja una silla entre los dos. Por mí no hace falta, guapa, no necesito compasión. Huele bien, la condenada. Me temo que yo no oleré demasiado bien dentro de un rato, hace un calor de muerte en este cuarto, pero el jefe se empeña en que lo usemos de sala de reuniones.
Ahora llega el jefe, el inspector.
Nos saluda circunspecto uno a uno, a todos por el nombre menos a mí. En los dos meses que lleva aquí todavía no se ha enterado de que Martín es mi apellido. No seré yo quien lo corrija; lo último que querría es darle la impresión de que el error me ofende. No hay que ofrecer flancos débiles. Superficie ya ofrezco la suficiente. Desde que llegó, el nuevo inspector o me ignora o me mira más tiempo que a los otros, como si quisiera asegurarse de que lo he entendido.
¿Dónde está escrito que los gordos seamos tontos? Y aunque estuviera escrito en alguna parte, ¿de verdad lo cree? ¿Qué tiene que ver la grasa con la inteligencia? ¿O es que piensa que los gordos tenemos grasa en el cerebro?
Estoy gordo, muy gordo, sí, pero soy policía. Si bien la mayoría se fija sobre todo en lo primero, por más que el verbo “estar” trate de dejar claro que mi gordura solo es un estado, mientras que ser policía es parte de mi esencia.
Siempre quise ser policía. No era una ensoñación infantil, como para tantos, era mi vocación. Lo sigue siendo, aunque a veces mi vocación corra el riesgo de morir asfixiada bajo los michelines.
No siempre ha sido así. Fui un niño robusto, un adolescente corpulento y era un joven fornido cuando entré en la policía. La gordura vino después, cuando dos fracasos, mi matrimonio y un caso no resuelto, me encogieron el ánimo y me ensancharon el apetito. Sin darme cuenta, dejé de ser un investigador de carrera prometedora y me convertí en un policía gordo. Y a los policías gordos, que no resuelven casos espectaculares, que no salen de farra con los compañeros, que no son especialmente graciosos, no los ven. A pesar del volumen, mis jefes dejaron de verme. En realidad solo veían el bulto, pesado y sudoroso en que se había convertido mi cuerpo. No hubo ascensos. Sólo el traslado a esta capitalucha de provincias donde vivo desde hace cinco años.
Pasa poco aquí. Mejor dicho, pasa poco que merezca la pena ser contado, porque el crimen adopta las mismas formas en casi todas partes: violencia doméstica, robos, peleas, tráfico y consumo de drogas, violaciones… Lo mismo que en la capital, pero en mediocre. Mediocres también los que trabajamos aquí. Mediocre el inspector nuevo, que no sabe qué hacer ahora que se enfrenta a un crimen mayor.
Serio, algo ceremonioso, el inspector se dirige a nosotros con la voz grave que pone cuando hay algún asunto importante. Este lo es. Hace tres días encontraron el cuerpo de la niña que llevaba desaparecida dos semanas.
Realmente el inspector no sabe qué hacer. Nos va a leer –dice– en voz alta los informes que tenemos y nos pide que escuchemos con gran atención porque –espera– tal vez en ese material se encuentre escondido algo que hasta ahora se nos había escapado. Una última mirada desde la cabecera de la mesa. El inspector nos preside, las cosas claras. A su derecha, Aguirre, Gómez y Oliveras; Soler, la nueva, enfrente. Cuando llega a mí, el gordo Martín, a la izquierda, me mira a los ojos, a la panza, a los ojos. Sí, me he dado cuenta. “la mano es más rápida que la vista”, dicen los prestidigitadores, pero los ojos no son más rápidos que los ojos. Ahora los baja para empezar a leer.
Primero la denuncia de los padres. “Debería haber estado en el colegio”. Pero al colegio no llegó ese día. Lo dice la maestra. “Pensé que habría hecho novillos”. El inspector cambia de voz cuando lee los testimonios; más aguda para las mujeres, más grave para los hombres, como la del que encontró el cuerpo en una acequia mientras paseaba al perro. “al verla a lo lejos creí que se habría ahogado una oveja. Me acerqué para apartar al perro y entonces vi que era una criatura”.
¿Cómo llegó el cuerpo a una acequia a cinco quilómetros de aquí? ¿Cómo llega a alguna parte un cuerpo echado al agua? Arrastrado por ella. Una red de canales y acequias recorre los campos alrededor de la ciudad y los pueblos aledaños. El cuerpo podría haber llegado aún más lejos, pero hay un azud, de cuando estuvieron por aquí los árabes, que frena las aguas para ganar reservas y allí se detuvo el cuerpo. Lo sabe cualquier lugareño, pero el inspector lleva poco tiempo aquí y no lo sabe. El asesino, tampoco.
Nos lee más testimonios: familiares, vecinos del bloque, gente del barrio. “¡Qué desgracia! ¡Pobre gente! Esto lo ha hecho un demente.” Entona como si el universo nos quisiera dar una pista con tres frases, como en las tómbolas. Pero en las cabezas de mis compañeros no suena la musiquita. No os enteráis.
Alguien habló otra vez la maestra, quien añadió que era una buena niña, “cumplidora, aplicada y responsable”. No hay discusión. Todos los niños muertos eran buenos niños. El inspector sigue adelante. ¿Qué? ¿No salta la chispa? Pues vamos bien si a nadie le ha llamado la atención que la maestra pensara de esa niña cumplidora, aplicada y responsable que el día en que desapareció había hecho novillos. ¿A qué a ninguno se le ocurrió pensar por qué podría haber hecho novillos esa niña cumplidora, aplicada y responsable cuando le tomaron declaración a la maestra? Parece ser que no. ¿A alguien se le ocurre ahora? Veo que tampoco. Pues a mí sí. En cuanto leí la transcripción por primera vez. Me pregunté lo que ninguno de todos vosotros hizo, ni el graciosillo de Aguirre, ni Gómez, el pelota mayor, ni el listillo de Oliveras, ni Soler, que, como es la única mujer del grupo, aún no se ha decidido sobre si dejarse guiar por el instinto o por la inteligencia. ¿Por qué hizo novillos la niña cumplidora, aplicada y responsable? Yo lo sé.
Ahora empieza con el informe del forense y nos dice lo que ya sabemos no solo nosotros, sino toda la ciudad, que alguien abusó sexualmente de la niña y después la asesinó estrangulándola con un cordón que dejó una muestra muy llamativa sobre la piel del cuello. Un cordón grueso hecho de cordeles trenzados. El técnico nos dio incluso fotos de cordones similares. Nos las enseña. Otra vez. No se imagina cuánto se parecen realmente al cordón del asesino.
Sigue con el texto del forense:
–De la ausencia de restos de esperma colijo que tenemos que vérnoslas con alguien muy preparado. Es un tipo listo.
No hay que serlo, basta con tener una tele. Cualquier serie policial de quinta ha proporcionado suficientes pautas para que los delincuentes sepan cómo hacer las cosas sin dejar rastros.
–Diría que se trata de un varón entre los treinta y los cincuenta años, de apariencia normal.
¡Cielos! Ahora se pone “profiler”. ¿Habrá hecho un curso de verano en la academia del FBI en Quantico? Parece ser que últimamente es lo que más se lleva. ¿Qué cara pondrás cuando te diga que tiene veintiocho años?
–¿Pasa algo?
Se me escapaba la risa y para contenerla me ha salido un gruñido.
–No, no, nada. Siga jefe.
He gruñido como un cerdo, lo que ha provocado la hilaridad de los otros y otra mirada compasiva de Soler.
–Como decía, alguien de quien nadie sospecharía nunca nada. Alguien que lleva una máscara.
Si tú supieras. Una máscara verdosa, con una nariz ganchuda y verrugas.
Sigue leyendo el informe forense. Llega a lo de los finos, casi imperceptibles a primera vista, cortecitos en la nuca, en la mejilla izquierda y en el dorso de las manos.
–En algunos se han encontrado restos minúsculos de una fibra vegetal seca. Estamos esperando que el laboratorio nos dé los resultados de los análisis.
Seguramente dirán que es sorgo, que es lo que se suele usar para hacer escobas.
Me mira con fijeza, como si quisiera comprobar que lo he entendido. Pues claro que lo he entendido. El que no lo ha entendido eres tú, que vuelves a leer por encima el informe del forense. Léelo otra vez, inútil. ¿No lo ves? Dice que la niña había comido hacía poco. Dulces, en grandes cantidades. Pero no los dulces que se tienen casa, ni caramelos ni gominolas. Almendras garrapiñadas, tarado. ¿Tienes almendras  garrapiñadas en casa? ¿Se ha fijado acaso en ello alguno de los compañeros que miras con la confianza que me niegas a mí? Ninguno. Ni se han dado cuenta.
Pero ya está bien de perder el tiempo.
¿Por qué hizo novillos la niña cumplidora, aplicada y responsable?
–La niña fue a la feria –digo.
Ya me he acostumbrado a tener que decir las cosas dos veces, como las mujeres, para que me hagan caso.
–La niña fue a la feria –les repito y ahora sí me miran.
Los compañeros una vez más demuestran tener la memoria y la capacidad de asociación de un pollo, lo que no ven no existe. Parece que ya ni se acuerdan de que hace dos semanas fue la fiesta mayor y de que hubo feria de atracciones, aunque seguramente algunos estuvieron ahí con sus hijos o con sus parejas. Y ya ni se acuerdan porque ahora los feriantes están en otra fiesta mayor en otra ciudad, no muy alejada de esta, para llegar a la cual pasaron por la carreta al lado de los canales. Son forasteros, no pueden saber que hay un azud acequia abajo.
Allí me acerqué esta tarde, cuando tuve la respuesta a la pregunta por qué había hecho novillos esa niña cumplidora, aplicada y responsable. Para ir a la feria.
Mis compañeros no se acuerdan de la noria ni de la tómbola. Ni siquiera cuando el inspector nos leyó las declaraciones de la gente, cayeron en ese guiño del universo, que nos calcó el “¡Qué alegría! ¡Qué alboroto! Otro perrito piloto”. Así cantaba el tipo al micrófono cuando me acerqué por la feria esta tarde. Pero pasé de largo.
Tampoco se acuerdan de la casa del terror, cuyo encargado me miró desafiante cuando me quedé un momento observándolo. “Ven, atrévete, gordo. Te morirás de miedo”, decían sus ojos. No llevo uniforme, no sabe lo que soy y, por eso, no se imagina lo que he tenido que ver. También pasé de largo.
No recuerdan la montaña rusa. También me acerqué por allí. La taquillera me miró burlona primero, asustada después al pensar que tal vez se me ocurriera subirme. Pasé de largo.
También de las escopetas de perdigones con las que tirar a una patos feos de metal, que hubiera tumbado sin pestañear. Los gordos podemos tener mucha puntería y muy mala baba. Otro día será. Pasé de largo.
Y llegué al tren de la bruja. Un trenecito que se mueve en círculos entrando y saliendo de una gruta oscura. Una atracción para niños cuya única gracia es que un tipo armado de una escoba y de muy mala leche te espera a veces dentro, a veces a la salida y a veces a la entrada de la gruta para atizarte un par de escobazos en la espalda o en la cabeza, que a veces dejan pequeños, minúsculos cortecitos en la nuca, en las manos con las que los niños se protegen de los golpes de la bruja, en la mejilla. Allí estaba el chico con la máscara verde de nariz ganchuda llena de verrugas; iba envuelto en una especie de albornoz rojo atado con un cordón grueso y rudo. No dije nada, me compré un cucurucho de almendras garrapiñadas en el puestecito de dulces que está enfrente. Desde allí lo observé y distinguí sus ojillos lúbricos al mirar a las niñas. Supe que era él.
Ya es hora de que estos lo sepan también. Abro el cucurucho.
–¿Alguien quiere una almendra garrapiñada?

Rosa Ribas

martes, 26 de agosto de 2014

Feliz cumpleaños, Julio...y gracias por todo.

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

jueves, 21 de agosto de 2014

El almohadón de plumas de Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. -No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. -¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. -¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor. -Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer... -¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. -¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. -Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. -Levántelo a la luz -le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. -¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca. -Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma. Horacio Quiroga: Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917

miércoles, 20 de agosto de 2014

Tu más profunda piel

Pénétrz le secret doré
Tout n’est qu’une flamme rapide
Que fleurit la rose adorable
Et d’ou monte un parfum exquis

Apollinaire, Les collines

Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía —sábelo, allí donde estés— es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas.
No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hace de tu rostro una máscara de joven faraón rubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda y volcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama donde lentas, imperiosa geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido, de embajadas con cesto de frutas o agazapados flecheros, y cada poza, cada río, cada colina y cada llano los ganamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.
Yo aprendía contigo lenguajes paralelos: el de esa geometría de tu cuerpo que me llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente, tu lengua insular que tantas veces me confundía. Con el perfume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como un vórtice, sé que dijiste: “Me da pena”, y yo no comprendí porque nada creía que pudiera apenarte en esa maraña de caricias que nos volvía ovillo blanco y negro, lenta danza en que el uno pesaba sobre el otro para luego dejarse invadir por la presión liviana de unos muslos, de unos brazos, rotando blandamente y desligándose hasta otra vez ovillarse y repetir las caídas desde lo alto o lo hondo, jinete o potro, arquero o gacela, hipogrifos afrontados, delfines en mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tu boca era otro nombre del pudor y la vergüenza, y que no te decidías a mi nueva sed que ya tanto habías saciado, que me rechazabas suplicando con esa manera de esconder los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para no dejarme en la boca más que el negro nido de tu pelo.
Dijiste: “Me da pena, sabes”, y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblarte los brazos, murmurar mi último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas, sintiendo cómo poco a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me devuelve a tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alzara en una misma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el pasaje hurtado y prieto que se negaba al goce de mis labios mientras desde tan allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada.
Con el perfume del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, sé que mi boca buscó la oculta boca estremecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa y bronces que te libraba a mi más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco, pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne que oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del fuego. No eras sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tu pena tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente, después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas. En esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.

Julio Cortázar

lunes, 18 de agosto de 2014

Ferroviario

Se puso la gorra del jefe de estación, y examinó el estado de los semáforos y el funcionamiento del cambio de agujas. Comprobó que las vías estuvieran despejadas hasta donde alcanzaba la vista. Luego, completando el protocolo, verificó la suspensión de los vagones, y como manda el ritual de los maquinistas, acarició la locomotora. Todo estaba en orden y agitó el banderín. Entonces, su padre, se agachó para conectar la corriente eléctrica al enchufe del salón, y él, en persona, dio la salida.

Ricardo Alonso Molina

viernes, 15 de agosto de 2014

El ahogado más hermoso del mundo de Gabriel García Márquez

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado. Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo. No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos. Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación. No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró: —Tiene cara de llamarse Esteban. Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas. —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro! Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento. Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban. Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

 Gabriel García Márquez: La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1968)

lunes, 11 de agosto de 2014

Desnúdame

Desnúdame,
 pero no como se
 desnudan los amantes,
 al hacer el amor.

 Desnúdame,
 así, con la ropa puesta
 dejando atrás los miedos
 y todos nuestros secretos.

 Desnúdame,
 deja que sean las
 palabras las que poco
 a poco me vayan
 quitando la ropa.

 Desnúdame,
 con tu mirada,
 dejando atrás
 todo temor,
 y sin quitarme la ropa
 hagamos el amor.

 Sergio de Sa

viernes, 8 de agosto de 2014

Cien años de soledad (fagmento)

Nadie supo a ciencia cierta cuándo empezó a perder la vista. Todavía en sus últimos años, cuando ya no podía levantarse de la cama, parecía simplemente que estaba vencida por la decrepitud, pero nadie descubrió que estuviera ciega. Ella lo había notado desde antes del nacimiento de José Arcadio. Al principio creyó que se trataba de una debilidad transitoria, y tomaba a escondidas jarabe de tuétano y se echaba miel de abeja en los ojos, pero muy pronto se fue convenciendo de que se hundía sin remedio en las tinieblas, hasta el punto de que nunca tuvo una noción muy clara del invento de la luz eléctrica, porque cuando instalaron los primeros focos sólo alcanzó a percibir el resplandor. No se lo dijo a nadie, pues habría sido un reconocimiento público de su inutilidad. Se empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas. Más tarde había de descubrir el auxilio imprevisto de los olores, que se definieron en las tinieblas con una fuerza mucho más convincente que los volúmenes y el color, y la salvaron definitivamente de la vergüenza de una renuncia. En la oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y sabía cuándo estaba la leche a punto de hervir. Conoció con tanta seguridad el lugar en que se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión, Fernanda alborotó la casa porque había perdido su anillo matrimonial, y Úrsula lo encontró en una repisa del dormitorio de los niños. Sencillamente, mientras los otros andaban descuidadamente por todos lados, ella los vigilaba con sus cuatro sentidos para que nunca la tomaran por sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia  repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora. Sólo cuando se salían de esa meticulosa rutina corrían el riesgo de perder algo. De modo que cuando oyó a Fernanda consternada porque había  perdido el anillo, Úrsula recordó que lo único distinto que había hecho aquel día era asolear las esteras de los niños porque Meme había descubierto una chinche la noche anterior. Como los niños asistieron a la limpieza, Úrsula pensó que Fernanda había puesto el anillo en el único lugar en que ellos no podían alcanzarlo: la repisa. Fernanda, en cambio, lo buscó únicamente en los trayectos de su itinerario cotidiano, sin saber que la búsqueda de las cosas perdidas está entorpecida por los hábitos rutinarios, y es por eso que cuesta tanto trabajo encontrarlas. La crianza de José Arcadio ayudó a Úrsula en la tarea agotadora de mantenerse al corriente de los mínimos cambios de la casa. Cuando se daba cuenta de que Amaranta estaba vistiendo a los santos del dormitorio, fingía que le enseñaba al niño las diferencias de los colores.
-Vamos a ver -le decía-, cuéntame de qué color está vestido San Rafael Arcángel.
En esa forma, el niño le daba la información que le negaban sus ojos, y mucho antes de que él se fuera al seminario ya podía Úrsula distinguir por la textura los distintos colores de la ropa de los santos. A veces ocurrían accidentes imprevistos. Una tarde estaba Amaranta bordando en el corredor de las begonias, y Úrsula tropezó con ella.
-Por el amor de Dios -protestó Amaranta-, fíjese por donde camina.
-Eres tú -dijo Úrsula-, la que estás sentada donde no debe ser.
Para ella era cierto. Pero aquel día empezó a darse cuenta de algo que nadie había descubierto, y era que en el transcurso del año el sol iba cambiando imperceptiblemente de posición, y quienes se sentaban en el corredor tenían que ir cambiando de lugar poco a poco y sin advertirlo. A partir de entonces, Úrsula no tenía sino que recordar la fecha para conocer el lugar exacto en que estaba sentada Amaranta.

Gabriel García Márquez Cien años de soledad

martes, 5 de agosto de 2014

En el piso de abajo (fragmento)

La casa de esta señora estaba llena de antigüedades, acaparadoras de polvo donde las haya, en especial unos espejos redondos con enrevesados marcos dorados, y que yo me golpeara con alguna de las protuberancias de los marcos no le hacía ni pizca de gracia. «Tienes que tratar mejor las cosas, Margaret –me decía–. ¿No te gustan los objetos de valor?» Una vez, le contesté: «No, señora Schwab, no me gustan. Para mí no son más que cosas materiales. Coincido con lo que decía Chesterton acerca de la malignidad de los objetos inanimados, y creo que son malignos porque me roban mucho tiempo para quitarles el polvo, abrillantarlos y limpiarlos. Fíjese en aquel jarrón, ése que usted dice que vale cien libras. Si se cayera al suelo y se rompiera no sería más que tres o cuatro trocitos de porcelana sin ningún valor». Esto la dejó desconcertada unos segundos. «No sabía que leyeras, Margaret. Yo, desde luego, leo mucho.» Esta señora era de las que, hicieras lo que hicieras, ella lo hacía diez veces más. Por ejemplo, una vez yo hablaba de películas, y ella dijo: «Sí, yo podía haber sido estrella de cine. Quería serlo, pero por aquel entonces salía con el hombre que ahora es mi marido, y no me dejó. Todo el mundo lo lamentó muchísimo». Les sorprendería la cantidad de tonterías que tuve que escuchar. Te las soltaban y se quedaban tan campantes, y tú tenías que fingir que estabas convenientemente impresionada. Trabajas para ellos y quieres que te paguen, y si no fueran ellos, serían otros. Te dan trabajo para que seas un público entregado. Lo que pasa es que, si te dedicas a escucharles, no trabajas.

Margaret Powell, En el piso de abajo

viernes, 1 de agosto de 2014

Emma Zunz de Jorge Luis Borges

Este relato de Borges es magnífico, pero quizás es un poco largo para lo que este blog acostumbra. Por ello, y para tentar al lector perezoso, añado la versión leída de Manuel Rodríguez. Sin embargo, creo que leyéndolo (con nuestros propios ojos :)) es como más se disfrutará de Emma Zunz.




  El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto. Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería. En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder. No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera. El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió. Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman. ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin. Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer – ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz. La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir. Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así. Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté… La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios. Jorge Luis Borges: El Aleph (1949)

jueves, 31 de julio de 2014

Una mujer desnuda y en lo oscuro de Mario Benedetti

Una mujer desnuda y en lo oscuro
tiene una claridad que nos alumbra
de modo que si ocurre un desconsuelo
un apagón o una noche sin luna
es conveniente y hasta imprescindible
tener a mano una mujer desnuda.

Una mujer desnuda y en lo oscuro
genera un resplandor que da confianza
entonces dominguea el almanaque
vibran en su rincón las telarañas
y los ojos felices y felinos
miran y de mirar nunca se cansan.

Una mujer desnuda y en lo oscuro
es una vocación para las manos
para los labios es casi un destino
y para el corazón un despilfarro
una mujer desnuda es un enigma
y siempre es una fiesta descifrarlo.

Una mujer desnuda y en lo oscuro
genera una luz propia y nos enciende
el cielo raso se convierte en cielo
y es una gloria no ser inocente
una mujer querida o vislumbrada
desbarata por una vez la muerte.

lunes, 28 de julio de 2014

La factura del colegio

Pero ahora que estoy aquí voy a aprovechar para hacer una llamada mía personal. Les pido
disculpas por meterme en algo personal pero hace días que tengo necesidad de hacer esta
llamada y aprovecho que estoy aquí con el teléfono para….

Escúcheme ¿Es el colegio de los Capilorcios? ¿Está el director? Sí. ¡Que se ponga! Escúcheme 
una cosa, que me ha traído el niño la factura del colegio, y digo yo: ¿esto no será de algún hotel que se le ha traspapelado a usted? Por que aquí dice: “EXTERNADO: 14.000”. “Externado” ¿Qué es? ¿Qué va el niño al colegio y no entra? O sea, por ir ¿no? Piano, 7000. ¿Le dan el piano para él a fin de curso? Pues que toque la zambomba, le enseño yo. Inglés, 8 000. ¿No tiene usted UN INGLÉS MÁS ARREGLADITO? Bueno, pues que hable valenciano deprisa, como la abuela y mejor. 
Uniforme, 12.000. ¿De qué le han vestido? ¿De ALMIRANTE DE MARINA? O sea, el MANDILÓN ese 12.000. Transporte escolar, 15.450. En qué le llevan al colegio? ¿En EL AVE? Bueno, pues que vaya andando. Desgaste de patio, desgaste de patio… ¿Qué pasa que lleva lija el niño y raspa el patio? Y eso por qué no lo pagamos a medias? Hombre yo lo digo porque también a mí se me desgastará el niño o ¿el patio no desgasta? Calefacción, 10.900. Esto está bien. Esto lo paga cada niño un año lo de todos, ¿no? ¿Cómo? ¿Esto al mes? ¿para carbón? Pues hijo, se van a tostar  los niños. Y digo yo una cosa, ¿Y si le MANDO CALIENTE DE CASA? Que no me cuesta nada, ¡eh! que es muy contestón y CUANDO SE LEVANTE LE… Bueno pues quítele la calefacción y le compro una bufanda. MATRÍCULA, ¡18.000! ¿Dónde lleva el niño la matrícula? Pues se dice, que estoy todo el día, agáchate, date la vuelta, y no se la veo. Bueno, TIMBRES, 4000. ¡Fuera los timbres, que llame con la mano! Que no… A estos gastos hay que añadir 250 pesetas del cumpleaños del maestro, del puro... que, que se pega usted una juerga a costa del niño, ¿no?… Y usted sabe ¿dónde podría estudiar yo? PÁ pagarle a usted. Bueno pues que no estudie, LE COMPRO UN BALÓN Y YA ESTÁ
¡hala! (Cuelga) 
Total para lo que le sirve porque después viene a casa y todos los problemas para mí. Viene un día: “Papá, ¿Cómo se escribe horchata, con hache o sin hache” Como le dije: “Con hache,
animal, si no diría orcata”. Otro día viene: ¿Cómo se escribe, Suiza o Suecia?” Dije: “Es igual, yo lo he visto escrito de las dos maneras. 

Miguel Gila

viernes, 25 de julio de 2014

La rana que quería ser una Rana auténtica

Había una vez una rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.

Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.

Augusto Monterroso

jueves, 24 de julio de 2014

La salvación

Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo" -sin duda estaba pensando el tirano- "es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?" Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. "Por humildes que sean" -dijo indicando al pájaro- "hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros".

Adolfo Bioy Casares

martes, 22 de julio de 2014

Espero curarme de ti

Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de
fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible.
Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me
receto tiempo, abstinencia, soledad.

¿Te parece bien que te quiera nada más una semana?
No es mucho, ni es poco, es bastante. En una
semana se pueden reunir todas las palabras de amor
que se han pronunciado sobre la tierra y se les
puede prender fuego. Te voy a calentar con esa
hoguera del amor quemado. Y también el silencio.
Porque las mejores palabras del amor están entre dos
gentes que no se dicen nada.

Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y
subversivo del que ama. (Tú saber cómo te digo que
te quiero cuando digo: “qué calor hace”, “dame
agua”, “¿sabes manejar?,”se hizo de noche”… Entre
las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he
dicho “ya es tarde”, y tú sabías que decía “te
quiero”.)

Una semana más para reunir todo el amor del
tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que tú
quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No
sirve, es cierto. Sólo quiero una semana para
entender las cosas. Porque esto es muy parecido a
estar saliendo de un manicomio para entrar a un
panteón.

Jaime Sabines

lunes, 21 de julio de 2014

Sexo de los ángeles

Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y mujeres de todas las épocas se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato nunca confirmado de que los ángeles no hacen el amor, quizás signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales. Otra versión, tampoco confirmada, pero más verosímil sugiere que, si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos por la mera razón que carecen de erotismo lo celebran, en cambio, con palabras, vale decir, con las orejas. Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y sentarse mediante el intercambio de miradas, que, por supuesto, son angelicales. Y si Angel para abrir el fuego dice "Semilla", Angela para atizarlo responde "Surco". El dice "Alud" y ella tiernamente "Abismo". Las palabras se cruzan vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos, Angel dice "Madero" y Angela "Caverna". Aletean por ahí un ángel de la guarda misógino y silente y un ángel de la muerte viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe. Sigue silabeando su amor. El dice "Manantial" y ella " Cuenca". Las sílabas se impregnan de rocío y aquí y allá, entre cristales de nieve, circula en el aire, sus expectativas. Ángel dice "Estoqueo" y Ángela radiante, "Herida", el dice "Tañido" y ella dice "Relato". Y en el preciso instante del orgasmo intraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos se estremecen, entremolan, estallan y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.

Mario Benedetti

jueves, 17 de julio de 2014

El arte para los niños

Ella estaba sentada en una silla alta, ante un plato de sopa que le llegaba a la altura de los ojos. Tenía la nariz fruncida y los dientes apretados y los brazos cruzados. La madre pidió auxilio:
—Cuéntale un cuento, Onelio —pidió—. Cuéntale, tú que eres escritor.
Y Onelio Jorge Cardoso, esgrimiendo una cucharada de sopa, comenzó su relato:
—Había una vez una pajarita que no quería comer la comidita. La pajarita tenía el piquito cerradito, cerradito, y la mamita le decía: ¨Te vas a quedar enanita, pajarita, si no comes la comidita¨. Pero la pajarita no hacía caso a la mamita y no abría su piquito...
Y entonces la niña lo interrumpió:
—Qué pajarita de mierdita —opinó.

Eduardo Galeano, en EL libro de los abrazos

miércoles, 16 de julio de 2014

La frontera del arte



Fue la batalla más larga de cuantas se pelearon en Tuscatlán o en cualquier otra región de El Salvador. Empezó a la medianoche, cuando las primeras granadas cayeron desde la loma, y duró toda la noche y hasta la tarde del día siguiente. Los militares decían que Cinquera era inexpugnable. Cuatro veces la habían asaltado los guerrilleros, y cuatro veces habían fracasado. La quinta vez, cuando se alzó la bandera blanca en el mástil de la comandancia, los tiros al aire empezaron los festejos.
Julio Ama, que peleaba y fotografiaba la guerra, andaba caminando por las calles. Llevaba su fusil en la mano y la cámara, también cargada y lista para disparar, colgada del cuello. Andaba Julio por las calles polvorientas, en busca de los hermanos gemelos. Esos
gemelos eran los únicos sobrevivientes de una aldea exterminada por el ejército. Tenían dieciséis ańos. Les gustaba combatir junto a Julio; y en las entreguerras, él les enseñaba a leer y a fotografiar. En el torbellino de esta batalla, Julio había perdido a los gemelos, y
ahora no los veía entre los vivos ni entre los muertos.
Caminó a través del parque. En la esquina de la iglesia, se metió en un callejón. Y entonces, por fin, los encontró. Uno de los gemelos estaba sentado en el suelo, de espaldas contra un muro. Sobre sus rodillas, yacía el otro, bañado en sangre; y a los pies, en cruz,
estaban los dos fusiles. Julio se acercó, quizá dijo algo. El gemelo que vivía no dijo nada, ni se movió: estaba allí, pero no estaba. Sus ojos, que no pestañeaban, miraban sin ver, perdidos en alguna parte, en ninguna parte; y en esa cara sin lágrimas estaba toda la guerra y estaba todo el dolor. Julio dejó su fusil en el suelo y empuñó la cámara. Corrió la película, calculó en un santiamén la luz y la distancia y puso en foco la imagen. Los hermanos estaban en el centro del visor, inmóviles, perfectamente recortados contra el muro recién mordido por las balas.
Julio iba a tomar la foto de su vida, pero el dedo no quiso. Julio lo intentó, volvió a intentarlo, y el dedo no quiso. Entonces bajó la cámara, sin apretar el disparador, y se retiró en silencio.
La cámara, una Minolta, murió en otra batalla, ahogada en lluvia, un año después.


Eduardo Galeano en El libro de los abrazos

martes, 15 de julio de 2014

La vida imposible

Según mi amigo L., Cristo vivió siete días antes de Cristo porque nació el 24 de diciembre y el primer año cristiano no comenzó hasta el 1° de enero siguiente a su nacimiento. Mi amigo, que es ateo, no cree en ningún milagro de Jesús, excepto en éste de haber vivido antes de sí mismo.

Eduardo Berti

martes, 8 de julio de 2014

Los cuatro amores (fragmento)

Pienso en la señora Atareada, que falleció hace unos meses. Es realmente asombroso ver cómo su familia se ha recuperado del golpe. Ha desaparecido la expresión adusta del rostro de su marido, y ya empieza a reír. El hijo menor, a quien siempre consideré como una criaturita amargada e irritable, se ha vuelto casi humano. El mayor, que apenas paraba en casa, salvo cuando estaba en cama, ahora se pasa el día sin salir y hasta ha comenzado a reorganizar el jardín. La hija, a quien siempre se la consideró «delicada de salud» (aunque nunca supe exactamente cuál era su mal), está ahora recibiendo clases de equitación, que antes le estaban prohibidas, y baila toda la noche, y juega largos partidos de tenis. Hasta el perro, al que nunca dejaban salir sin correa, es actualmente un conocido miembro del club de las farolas de su barrio.
La señora Atareada decía siempre que ella vivía para su familia, y no era falso. Todos en el vecindario lo sabían. «Ella vive para su familia» —decían— «¡Qué esposa, qué madre!» Ella hacía todo el lavado; lo hacía mal, eso es cierto, y estaban en situación de poder mandar toda la ropa a la lavandería, y con frecuencia le decían que lo hiciera; pero ella se mantenía en sus trece. Siempre había algo caliente a la hora de comer para quien estuviera en casa; y por la noche siempre, incluso en pleno verano. Le suplicaban que no les preparara nada, protestaban y hasta casi lloraban porque, sinceramente, en verano preferían la cena fría. Daba igual: ella vivía para su familia. Siempre se quedaba levantada para «esperar» al que llegara tarde por la noche, a las dos o a las tres de la mañana, eso no importaba; el rezagado encontraría siempre el frágil, pálido y preocupado rostro esperándole, como una silenciosa acusación. Lo cual llevaba consigo que, teniendo un mínimo de decencia, no se podía salir muy seguido.
Además siempre estaba haciendo algo; era, según ella (yo no soy juez), una excelente modista aficionada, y una gran experta en hacer punto. Y, por supuesto, a menos de ser un desalmado, había que ponerse las cosas que te hacía. (El Párroco me ha contado que, desde su muerte, las aportaciones de sólo esta familia en «cosas para vender» sobrepasan las de todos los demás feligreses juntos.) ¡Y qué decir de sus desvelos por la salud de los demás! Ella sola sobrellevaba la carga de la «delicada» salud de esa hija. Al Doctor —un viejo amigo, no lo hacía a través de la Seguridad Social— nunca se le permitió discutir esta cuestión con su paciente: después de un brevísimo examen, era llevado por la madre a otra habitación, porque la niña no debía preocuparse ni responsabilizarse de su propia salud. Sólo debía recibir atenciones, cariño, mimos, cuidados especiales, horribles jarabes reconstituyentes y desayuno en la cama.
La señora Atareada, como ella misma decía a menudo, «se consumía toda entera por su familia». No podían detenerla. Y ellos tampoco podían —siendo personas decentes como eran—sentarse tranquilos a contemplar lo que hacía; tenían que ayudar: realmente, siempre tenían que estar ayudando, es decir, tenían que ayudarla a hacer cosas para ellos, cosas que ellos no querían.
En cuanto al querido perro, era para ella, según decía, «como uno de los niños». En realidad, como ella lo entendía, era igual que ellos; pero como el perro no tenía escrúpulos, se las arreglaba mejor que ellos, y a pesar de que era controlado por el veterinario, sometido a dieta, y estrechamente vigilado, se las ingeniaba para acercarse hasta el cubo de la basura o bien donde el perro del vecino.
Dice el Párroco que la señora Atareada está ahora descansando. Esperemos que así sea. Lo que es seguro es que su familia sí lo está.

C.S.Lewis Los cuatro amores