lunes, 1 de septiembre de 2014

Almendras garrapiñadas

–Hombre, el gordo. ¿A ti también te ha convocado el inspector?

–Vete a la mierda, Aguirre.
–Uy, hoy venimos de malas. ¿Qué llevas en el cucurucho? ¿Cacahuetes?
¿De qué se ríe este imbécil? ¿De qué se ríen los otros dos? ¿Dónde está la gracia del comentario? Hala, sentaos juntitos como los nenes en el colegio. Ahora entra la nueva. Echa un vistazo a los graciosillos y finge que no se da cuenta de lo que sucede. Quiere ser solidaria, por eso se sienta cerca de mí, aunque no a mi lado, ya que deja una silla entre los dos. Por mí no hace falta, guapa, no necesito compasión. Huele bien, la condenada. Me temo que yo no oleré demasiado bien dentro de un rato, hace un calor de muerte en este cuarto, pero el jefe se empeña en que lo usemos de sala de reuniones.
Ahora llega el jefe, el inspector.
Nos saluda circunspecto uno a uno, a todos por el nombre menos a mí. En los dos meses que lleva aquí todavía no se ha enterado de que Martín es mi apellido. No seré yo quien lo corrija; lo último que querría es darle la impresión de que el error me ofende. No hay que ofrecer flancos débiles. Superficie ya ofrezco la suficiente. Desde que llegó, el nuevo inspector o me ignora o me mira más tiempo que a los otros, como si quisiera asegurarse de que lo he entendido.
¿Dónde está escrito que los gordos seamos tontos? Y aunque estuviera escrito en alguna parte, ¿de verdad lo cree? ¿Qué tiene que ver la grasa con la inteligencia? ¿O es que piensa que los gordos tenemos grasa en el cerebro?
Estoy gordo, muy gordo, sí, pero soy policía. Si bien la mayoría se fija sobre todo en lo primero, por más que el verbo “estar” trate de dejar claro que mi gordura solo es un estado, mientras que ser policía es parte de mi esencia.
Siempre quise ser policía. No era una ensoñación infantil, como para tantos, era mi vocación. Lo sigue siendo, aunque a veces mi vocación corra el riesgo de morir asfixiada bajo los michelines.
No siempre ha sido así. Fui un niño robusto, un adolescente corpulento y era un joven fornido cuando entré en la policía. La gordura vino después, cuando dos fracasos, mi matrimonio y un caso no resuelto, me encogieron el ánimo y me ensancharon el apetito. Sin darme cuenta, dejé de ser un investigador de carrera prometedora y me convertí en un policía gordo. Y a los policías gordos, que no resuelven casos espectaculares, que no salen de farra con los compañeros, que no son especialmente graciosos, no los ven. A pesar del volumen, mis jefes dejaron de verme. En realidad solo veían el bulto, pesado y sudoroso en que se había convertido mi cuerpo. No hubo ascensos. Sólo el traslado a esta capitalucha de provincias donde vivo desde hace cinco años.
Pasa poco aquí. Mejor dicho, pasa poco que merezca la pena ser contado, porque el crimen adopta las mismas formas en casi todas partes: violencia doméstica, robos, peleas, tráfico y consumo de drogas, violaciones… Lo mismo que en la capital, pero en mediocre. Mediocres también los que trabajamos aquí. Mediocre el inspector nuevo, que no sabe qué hacer ahora que se enfrenta a un crimen mayor.
Serio, algo ceremonioso, el inspector se dirige a nosotros con la voz grave que pone cuando hay algún asunto importante. Este lo es. Hace tres días encontraron el cuerpo de la niña que llevaba desaparecida dos semanas.
Realmente el inspector no sabe qué hacer. Nos va a leer –dice– en voz alta los informes que tenemos y nos pide que escuchemos con gran atención porque –espera– tal vez en ese material se encuentre escondido algo que hasta ahora se nos había escapado. Una última mirada desde la cabecera de la mesa. El inspector nos preside, las cosas claras. A su derecha, Aguirre, Gómez y Oliveras; Soler, la nueva, enfrente. Cuando llega a mí, el gordo Martín, a la izquierda, me mira a los ojos, a la panza, a los ojos. Sí, me he dado cuenta. “la mano es más rápida que la vista”, dicen los prestidigitadores, pero los ojos no son más rápidos que los ojos. Ahora los baja para empezar a leer.
Primero la denuncia de los padres. “Debería haber estado en el colegio”. Pero al colegio no llegó ese día. Lo dice la maestra. “Pensé que habría hecho novillos”. El inspector cambia de voz cuando lee los testimonios; más aguda para las mujeres, más grave para los hombres, como la del que encontró el cuerpo en una acequia mientras paseaba al perro. “al verla a lo lejos creí que se habría ahogado una oveja. Me acerqué para apartar al perro y entonces vi que era una criatura”.
¿Cómo llegó el cuerpo a una acequia a cinco quilómetros de aquí? ¿Cómo llega a alguna parte un cuerpo echado al agua? Arrastrado por ella. Una red de canales y acequias recorre los campos alrededor de la ciudad y los pueblos aledaños. El cuerpo podría haber llegado aún más lejos, pero hay un azud, de cuando estuvieron por aquí los árabes, que frena las aguas para ganar reservas y allí se detuvo el cuerpo. Lo sabe cualquier lugareño, pero el inspector lleva poco tiempo aquí y no lo sabe. El asesino, tampoco.
Nos lee más testimonios: familiares, vecinos del bloque, gente del barrio. “¡Qué desgracia! ¡Pobre gente! Esto lo ha hecho un demente.” Entona como si el universo nos quisiera dar una pista con tres frases, como en las tómbolas. Pero en las cabezas de mis compañeros no suena la musiquita. No os enteráis.
Alguien habló otra vez la maestra, quien añadió que era una buena niña, “cumplidora, aplicada y responsable”. No hay discusión. Todos los niños muertos eran buenos niños. El inspector sigue adelante. ¿Qué? ¿No salta la chispa? Pues vamos bien si a nadie le ha llamado la atención que la maestra pensara de esa niña cumplidora, aplicada y responsable que el día en que desapareció había hecho novillos. ¿A qué a ninguno se le ocurrió pensar por qué podría haber hecho novillos esa niña cumplidora, aplicada y responsable cuando le tomaron declaración a la maestra? Parece ser que no. ¿A alguien se le ocurre ahora? Veo que tampoco. Pues a mí sí. En cuanto leí la transcripción por primera vez. Me pregunté lo que ninguno de todos vosotros hizo, ni el graciosillo de Aguirre, ni Gómez, el pelota mayor, ni el listillo de Oliveras, ni Soler, que, como es la única mujer del grupo, aún no se ha decidido sobre si dejarse guiar por el instinto o por la inteligencia. ¿Por qué hizo novillos la niña cumplidora, aplicada y responsable? Yo lo sé.
Ahora empieza con el informe del forense y nos dice lo que ya sabemos no solo nosotros, sino toda la ciudad, que alguien abusó sexualmente de la niña y después la asesinó estrangulándola con un cordón que dejó una muestra muy llamativa sobre la piel del cuello. Un cordón grueso hecho de cordeles trenzados. El técnico nos dio incluso fotos de cordones similares. Nos las enseña. Otra vez. No se imagina cuánto se parecen realmente al cordón del asesino.
Sigue con el texto del forense:
–De la ausencia de restos de esperma colijo que tenemos que vérnoslas con alguien muy preparado. Es un tipo listo.
No hay que serlo, basta con tener una tele. Cualquier serie policial de quinta ha proporcionado suficientes pautas para que los delincuentes sepan cómo hacer las cosas sin dejar rastros.
–Diría que se trata de un varón entre los treinta y los cincuenta años, de apariencia normal.
¡Cielos! Ahora se pone “profiler”. ¿Habrá hecho un curso de verano en la academia del FBI en Quantico? Parece ser que últimamente es lo que más se lleva. ¿Qué cara pondrás cuando te diga que tiene veintiocho años?
–¿Pasa algo?
Se me escapaba la risa y para contenerla me ha salido un gruñido.
–No, no, nada. Siga jefe.
He gruñido como un cerdo, lo que ha provocado la hilaridad de los otros y otra mirada compasiva de Soler.
–Como decía, alguien de quien nadie sospecharía nunca nada. Alguien que lleva una máscara.
Si tú supieras. Una máscara verdosa, con una nariz ganchuda y verrugas.
Sigue leyendo el informe forense. Llega a lo de los finos, casi imperceptibles a primera vista, cortecitos en la nuca, en la mejilla izquierda y en el dorso de las manos.
–En algunos se han encontrado restos minúsculos de una fibra vegetal seca. Estamos esperando que el laboratorio nos dé los resultados de los análisis.
Seguramente dirán que es sorgo, que es lo que se suele usar para hacer escobas.
Me mira con fijeza, como si quisiera comprobar que lo he entendido. Pues claro que lo he entendido. El que no lo ha entendido eres tú, que vuelves a leer por encima el informe del forense. Léelo otra vez, inútil. ¿No lo ves? Dice que la niña había comido hacía poco. Dulces, en grandes cantidades. Pero no los dulces que se tienen casa, ni caramelos ni gominolas. Almendras garrapiñadas, tarado. ¿Tienes almendras  garrapiñadas en casa? ¿Se ha fijado acaso en ello alguno de los compañeros que miras con la confianza que me niegas a mí? Ninguno. Ni se han dado cuenta.
Pero ya está bien de perder el tiempo.
¿Por qué hizo novillos la niña cumplidora, aplicada y responsable?
–La niña fue a la feria –digo.
Ya me he acostumbrado a tener que decir las cosas dos veces, como las mujeres, para que me hagan caso.
–La niña fue a la feria –les repito y ahora sí me miran.
Los compañeros una vez más demuestran tener la memoria y la capacidad de asociación de un pollo, lo que no ven no existe. Parece que ya ni se acuerdan de que hace dos semanas fue la fiesta mayor y de que hubo feria de atracciones, aunque seguramente algunos estuvieron ahí con sus hijos o con sus parejas. Y ya ni se acuerdan porque ahora los feriantes están en otra fiesta mayor en otra ciudad, no muy alejada de esta, para llegar a la cual pasaron por la carreta al lado de los canales. Son forasteros, no pueden saber que hay un azud acequia abajo.
Allí me acerqué esta tarde, cuando tuve la respuesta a la pregunta por qué había hecho novillos esa niña cumplidora, aplicada y responsable. Para ir a la feria.
Mis compañeros no se acuerdan de la noria ni de la tómbola. Ni siquiera cuando el inspector nos leyó las declaraciones de la gente, cayeron en ese guiño del universo, que nos calcó el “¡Qué alegría! ¡Qué alboroto! Otro perrito piloto”. Así cantaba el tipo al micrófono cuando me acerqué por la feria esta tarde. Pero pasé de largo.
Tampoco se acuerdan de la casa del terror, cuyo encargado me miró desafiante cuando me quedé un momento observándolo. “Ven, atrévete, gordo. Te morirás de miedo”, decían sus ojos. No llevo uniforme, no sabe lo que soy y, por eso, no se imagina lo que he tenido que ver. También pasé de largo.
No recuerdan la montaña rusa. También me acerqué por allí. La taquillera me miró burlona primero, asustada después al pensar que tal vez se me ocurriera subirme. Pasé de largo.
También de las escopetas de perdigones con las que tirar a una patos feos de metal, que hubiera tumbado sin pestañear. Los gordos podemos tener mucha puntería y muy mala baba. Otro día será. Pasé de largo.
Y llegué al tren de la bruja. Un trenecito que se mueve en círculos entrando y saliendo de una gruta oscura. Una atracción para niños cuya única gracia es que un tipo armado de una escoba y de muy mala leche te espera a veces dentro, a veces a la salida y a veces a la entrada de la gruta para atizarte un par de escobazos en la espalda o en la cabeza, que a veces dejan pequeños, minúsculos cortecitos en la nuca, en las manos con las que los niños se protegen de los golpes de la bruja, en la mejilla. Allí estaba el chico con la máscara verde de nariz ganchuda llena de verrugas; iba envuelto en una especie de albornoz rojo atado con un cordón grueso y rudo. No dije nada, me compré un cucurucho de almendras garrapiñadas en el puestecito de dulces que está enfrente. Desde allí lo observé y distinguí sus ojillos lúbricos al mirar a las niñas. Supe que era él.
Ya es hora de que estos lo sepan también. Abro el cucurucho.
–¿Alguien quiere una almendra garrapiñada?

Rosa Ribas

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