lunes, 8 de septiembre de 2014

Un mal día


Olvido cruzó las manos sobre la mesa. El café cortado que había pedido se estaba enfriando sin tocarlo. “El jodido chino no purga la máquina”, había pensado al dar el primer y único sorbo. Un café asqueroso. Quizá era el calor insufrible lo que la ponía de mal humor: notaba la goma de las bragas clavándose en las ingles y el cierre del sujetador arañando entre los omoplatos.
Pero lo que más la ofendía era saber que para Miguel, ella solo era una puerta de entrada y salida. Llevaban así más de tres años, y hasta ahora no le había importado. Nada de preguntas, nada de promesas. Era lo acordado, pero aquella mañana, por alguna razón, sí le importaba. Era injusta con él, lo sabía. No tenía derecho a pedirle lo que ella no estaba dispuesta a dar. Ya no eran aquellos críos que se bañaban desnudos en el meandro del río o que se besaban debajo del puente. Habían pasado muchos años desde que se separaron para volverse a encontrar en calles desconocidas convertidos en personas distintas. Eran incapaces de no exigirse, de aceptar solo aquello que el otro quisiera regalar. Se habían vuelto egoístas y predadores. Al hacerse amantes, habían echado a perder sus recuerdos de infancia.
–Estás follando con otra.
Miguel irguió la espalda contra el respaldo. Alzó el brazo y pidió la cuenta con un gesto imperativo.
–No digas tonterías, Olvido –Sacó un billete de diez euros de la cartera y lo dejó entre los restos del bocadillo que no había probado –.Tengo que irme a trabajar.
En el umbral de la puerta se volvió hacia ella, como si quisiera decirle algo. Pero la mirada fría de Olvido le hizo desistir.
Media hora después, ella continuaba sentada en la misma mesa, con el mismo café asqueroso. Había encendido el tercer cigarrillo consecutivo, sin apartar la mirada de las naves de enfrente. De vez en cuando parpadeaba y eso era lo único que impedía confundirla con una estatua. Se estaba derrumbando, eso era lo que le pasaba, y Miguel no tenía ninguna culpa de que su vida fuese muy distinta a como la había imaginado unos años atrás, cuando decidió abandonar su destino en la Coruña para venirse a Barcelona. Pensó que a partir de entonces su carrera vendría rodada, que su matrimonio mejoraría con la llegada de Anabel. Pero nada había salido como pensaba. Y lo peor era que lejos de mejorar, su vida empeoraba por momentos. No quería perder también a Miguel. Inventaría algo para poder escaparse un par de días a un parador, a lo mejor a Cardona, o incluso podrían liarse la cabeza a la manta y viajar hasta el de Mérida. Eso estaría bien, se dijo: apartarse de todo un tiempo y meterse los dos en una burbuja reparadora.
–Perdone, señorita, no puede fumar aquí.
Se volvió hacia el chino que la recriminaba. Era un tipo bajito, de sonrisa amarillenta y cabeza redonda, con un delantal sucio en el que no paraba de refregarse las manos mojadas.
–Vete a la mierda, y a ver si aprendes a limpiar la puta cafetera.
El chino se irguió como si estuviera en una parada militar. Su fingida amabilidad se esfumó transformándose en una catarata de palabras en su idioma que por el tono debían ser insultos y amenazas que cesó en cuanto Olvido se puso en pie y vio la pistola en la cintura.
–Voy a mandar a alguien a inspeccionar esta pocilga. A ver si te la cierran.
Salió a la calle y aspiró el aire recalentado del asfalto. Antes, toda aquella zona cerraba en agosto. Las calles del polígono se convertían en un cementerio de persianas cerradas ocupado por críos que jugaban al balón, gente que hacía footing y perros que se cagaban en los vados. Ahora la gente también trabajaba bajo aquella canícula, y no debían quejarse. Tal y como estaban las cosas, tenían suerte. Olvido vio a su padre treinta años atrás en una nave parecida, encabezando un piquete informativo enfrentándose a los antidisturbios. A veces, Olvido pensaba que el infarto que lo fulminó lo provocó ella cuando le dijo que había decidido ingresar en la Policía.
Apartó aquel pensamiento sombrío. Iría a ver a Miguel a la oficina, le bajaría la bragueta detrás del escritorio y echarían uno de aquellos polvos clandestinos que tanto les hacían reír al principio.

Aquella noche, Olvido abrió la puerta de su casa en la Ronda San Pedro. Y al cerrarla tras de sí, la realidad cobró una dimensión más doméstica y reconocible donde todo estaba al alcance de la mano. Los sillones de color beige, la misma mesa de comedor ovalada con las sillas de patas curvas, los estantes color crema, la pecera de ochenta litros donde engordaba un pez dorado de ojos saltones que casi nunca se dejaba ver. Una cocina estrecha con electrodomésticos de acero inoxidable pagados a plazos, un baño con plato de ducha y sin bidé y un pequeño balcón con vistas al Mc Donald y que la mayor parte del tiempo permanecía con el doble cristal cerrado para evitar el ruidoso tráfico. No era el sueño que Olvido había ideado. Y aun así, era su hogar.
–¿Hay alguien en el castillo? –preguntó, alzando levemente la voz por encima de la música que venía del despacho. Born to Run de Bruce Springsten. Caminarás conmigo sobre la cuerda floja (…) Cariño, esta ciudad te arranca los huesos de cuajo…
“Qué oportuno” pensó Olvido, lanzando una mirada de reproche al ficus que colgaba en un borde de la mesa junto a un montón de correspondencia del banco y propaganda. Al parecer, los ancianos de la Iglesia de Jehová habían vuelto a pasar por allí dejando su revistilla Despierta: ¿Estás preparado para la salvación? Olvido cogió el ficus que tenía las hojas casi muertas y lo metió bajo el chorro del agua en el fregadero, que no tardó en mancharse de salpicaduras de tierra oscura, lo que echó un poco más de gasolina a su malhumor. Al cabo de un instante, asomó la camiseta roja de Gabriel con una esfinge en negro del subcomandante Marcos bajo el lema No Pasarán.
Gabriel la ciñó por la cintura e intentó besarla en el cuello pero Olvido se apartó de malas maneras.
–Joder, Gabriel, lo único que te pido es que riegues el ficus y ¿ni eso puedes hacer?
Gabriel arqueó las cejas disgustado, desvió la mirada hacia el ficus y luego se movió por la cocina como si buscase algo útil en lo que ocuparse.
Así eran las cosas desde que él había perdido el trabajo, la empresa y las ganas de volver a levantarse y pelear. Discusiones por nimiedades, enfados sin sentido que se esfumaban con la misma facilidad que volvían a brotar. Pero no era solo culpa de su esposo, Olvido sabía que ella era en buena parte la responsable de aquella tensión. En ocho años juntos solo había visto llorar a Gabriel una vez: fue en el 2012, cuando los inspectores de Hacienda vinieron a embargarle lo poco que le quedaba de su sueño de montar una empresa de programadores informáticos. Su socio se había largado dejándole un embrollo legal del que todavía no habían logrado salir completamente y Gabriel lo perdió absolutamente todo. Sus esperanzas, su fe, su salud. Había envejecido veinte años en los dos últimos. Quizá eran esas lágrimas las que impedían decirle que lo suyo se había terminado.
Se miraron en silencio, con la música del Boss al fondo dándole zarpazos a la guitarra. “Animaos, chicos, la cosa no es tan grave” parecía decirles.
–Lo siento –se disculpó ella –. He tenido un mal día en el trabajo.
–¿Muchos malos que atrapar?
–Algo así…Necesito darme una ducha.
Gabriel se acercó a ella y la estrechó entre los brazos.
–Podemos ducharnos juntos.
Querían fingir que las cosas eran como antes, y a condición de no ser muy exigentes con las grietas del otro lo lograban, al menos durante un rato. Pasar de la piel de Miguel a la de su esposo se había convertido en un ejercicio sencillo para Olvido. Ya no sentía remordimientos ni la mortificaba su cinismo. En algún momento, cuando Gabriel le pedía algo fuera de lo acostumbrado o se lo hacía a ella, se preguntaba si él también tendría a alguien. Lo triste no era pensar que sí, si no darse cuenta de que eso no le molestaría, a condición de no tener que enfrentarse a la evidencia. Cuando Gabriel la hizo ponerse de nalgas para penetrarla por detrás, Olvido hundió la cara en la almohada y tuvo que concentrarse en la imagen de Miguel para correrse.
 No fue algo memorable, ya nunca lo era, pero los dos se acariciaron un rato en la cama con las piernas entrelazadas, dejando que el esperma y los flujos se solidificaran en sus pieles, manteniendo aún aquel pacto. Luego, Olvido fue a ducharse.
El nudillo se le estaba inflamando. Gabriel ni siquiera se había dado cuenta.
Cuando volvió al dormitorio vio la puerta del despacho abierta. Gabriel estaba sentado con las piernas cruzadas frente al ordenador portátil. Las pelotas le colgaban como el pene flácido. Era desagradable.
–¿Algo nuevo? –dijo asomando la cabeza, con el pelo goteante sobre la cara.
Él señaló la página abierta.
–Han encontrado dos cuerpos en una empresa, EG&G, en el Polígono Norte. Un hombre y una mujer desnudos. A él le han pegado un tiro en el pecho y a ella le han machacado la cabeza con algo.
Una figura del Quijote, pensó Olvido. La que estaba en el estante derecho del escritorio de Miguel. Donde se estaba follando a esa puta.
–¿Esa no es tu zona?
Olvido asintió.
Otra vez aquella derrota, aquel abatimiento que se cernía sobre ellos como un cepo del que Olvido necesitaba escapar como fuera.
 Se vistió con ropa sport, un chándal holgado y una camiseta que disimulaba su pecho. Muchas jovencitas tenían complejos por tener el pecho pequeño y a edades precoces se implantaban mamas que las hacían parecer actrices del porno. Ella les regalaría gustosa la mitad de sus tetas y así evitaría ponerse aquellos sujetadores reductores y de paso aliviaría el dolor crónico de espalda.
Fue al dormitorio y se sentó un momento en la cama, contemplando el cuadro de Hopper, Early Sunday Morning, que Gabriel insistió en traerse como recuerdo del viaje de bodas por el medio Oeste americano. Seguía pareciéndole un cuadro frío y triste.
La H&K estaba al fondo del cajón metálico junto a las pocas joyas que tenía, unos billetes de 500 euros para contingencias, los pasaportes y su credencial de Policía. Tiró hacia atrás de la corredera bien engrasada y por mera rutina comprobó que no había una bala en la recámara. Todavía olía a pólvora. Los de balística no tardarían en extraer la bala del pecho de Miguel. Su padre detestaba las armas de fuego. Con una ingenuidad obvia decía que servían para matar a la gente. Para Olvido solo era una herramienta de trabajo, no sentía especial aprensión ni entusiasmo al empuñarla, solo una fría familiaridad. Era buena tiradora, pero no extraordinaria.
Gabriel se había puesto los calzoncillos y eso le daba una apariencia más digna. Sentado con las manos encogidas entre las piernas, miraba aquella burbuja hipnóticamente. Olvido tuvo un mal presentimiento. Gabriel necesitaba encontrar trabajo cuanto antes, de lo que fuese.
–He dejado la cena preparada.
Él se volvió despacio, como si se hubiese quedado pegado a la pantalla y su rostro se estirase como una goma deforme. Tardó unos segundos en reaccionar. Y lo hizo para fijarse en el vendaje de la mano.
–Ha llamado tu jefe. Dice que viene para acá. Quieren hablar contigo – El tono era demasiado evidente. –¿Tu amigo de la infancia, ese tal Miguel, no trabaja en esa empresa?
Olvido abrió y cerró lentamente el puño vendado. Le dio un beso fugaz en los labios que Gabriel no tuvo tiempo de atrapar y se dirigió al aparcamiento del edificio.

Víctor del Árbol

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